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En una sociedad perpetuamente evolucionista (en el peor y mejor sentido a la
vez), la actividad laboral se consolida como el eje que articula la vida de las
personas. De hecho, la vida laboral es más importante que la otra, porque a
fuerza de insistencia, como en el síndrome de Estocolmo, acaba siendo
insustituible, y su ausencia provoca enfermedades terribles, y frecuentemente la
muerte como declive de quien ya no sabe hacer otra cosa. Ni siquiera los famosos
trabajos en bolsa de última hora resuelven este misterioso enigma por el que
llevamos media vida lanzando improperios desde las 7 de la mañana para después
inundarnos de melancolía y caer en picado en esa indecible 3ª dimensión que
significa la jubilación.
Y qué decir del paro: ese inapetente plato sembrador de crisis de pareja,
enfermedades y trastornos incurables, somnolencias, falta de apetito,
alcoholismo, desesperanza... Es casi un tópico decirlo, pero la vida es dura y
más cuando desaparece la actividad laboral, sobre todo en la industria, sector
económico de frenética dinámica que sostiene el insostenible (valga la
redundancia) desarrollo de la civilización.
TERAPIA POST-INDUSTRIAL es un ejercicio, como su nombre indica, de cura de
ansiedad para aquellos que abandonaron su rutinaria labor en el polígono, en el
tajo, en el taller, en el curro o como se quiera llamar.
Con una vez que se vea al día la película, el paciente espectador
recobrará poco a poco su fuerza vital al rememorar ese papel que bruscamente
perdió, a menudo con una brutal carta de despido, una palmadita en la espalda o
en el mejor de los casos una suculenta indemnización que ni sumada a la
cuantía de la pensión es capaz de suplantar aquellos dorados años de
martillazos y torniquetes.
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